Empecé a regalar mis pantalones aproximadamente a los 25 años, al menos, esa es la primera vez que recuerdo. Provengo de una familia en la que donábamos todo; siempre lo había entendido como un modo de pago emocional, pero la fase de los pantalones fue muy específica e, incluso dentro de la familia, un tanto peculiar.
En ese entonces, trabajaba en un pequeño comercio. Vendía pantalones, pero no los pantalones que regalaba, y era una empleada dedicada y honesta. Y disfrutaba mucho del trabajo. Las expectativas eran claras; el pequeño universo estaba en orden, y me permitía interactuar con personas de un modo limitado y placentero que nos permitía a todos ser la mejor versión de nosotros mismos. Me sentía a gusto con las clientas, la mayoría de las cuales eran madres jóvenes o mujeres de mi misma edad. Algunas eran irritantes, e incluso un poco desagradables (estoy pensando en especial en una mujer llamada Deborah, que intentó devolver unos zapatos manchados de sangre), pero eso solo era un condimento más.
La primera destinataria de mis pantalones fue una joven mujer llamada Rowan, cuyo nombre retuve fundamentalmente porque parecía no quedarle bien. Visitaba regularmente la tienda aunque compraba pocas veces; era maestra de una escuela primaria cercana, podía ser tímida pero luego resultó ser distante y condescendiente, y me inspiraba un oscuro desdén.
Un día en particular, yo estaba sola en la tienda y llevaba puestos mis pantalones favoritos, que eran de poliéster verde, de piernas anchas y cintura muy alta, y que había encontrado en el ejército de salvación de Chicago unos cinco años antes.
“¡Adoro tus pantalones!” dijo Rowan. “¿Dónde los conseguiste?”.
No puedo explicar qué me pasó, salvo que fue genuino. Me sentí inundada por una sensación de generosidad tan irresistible, tan abrumadora, que después de ello me sentí tanto entusiasmada como exhausta, como una médium agotada después de una sesión espiritista.
“Llévatelos”. Le dije. “Llévatelos”. Tomé rápidamente un par de jeans de una pila que había doblado más temprano y corrí hasta el cambiador, mientras mis manos temblaban de entusiasmo. Me quité los pantalones y fue maravilloso. Me puse los nuevos jeans, que estaban simplemente bien, abrí la cortina y le puse los pantalones en las manos, sonrojada y eufórica.
Se los probó, y tal como yo ya sabía, le quedaron como si hubiesen sido hechos para ella. Y ella brilló con el conocimiento secreto y especial de quien ha tenido la experiencia de llevar pantalones de calce perfecto. “¿Estás segura?” me seguía preguntando, incluso mientras giraba y se admiraba frente al espejo. “¿De verdad?”. Y le respondí que sí, que por supuesto estaba segura, que debían ser suyos, que estaban hechos para ella, que era una cosa del destino, que nunca los usaba, que no pensara en ello. Se fue aturdida y, tal vez, sabiendo, al igual que yo, que un enorme equilibrio de poder se había desplazado.
Poco tiempo después, tuve la oportunidad de conocer a la exnovia de mi novio. Era muy inteligente y hermosa, y habían salido durante varios años intensos y de formación. Me sentía en desventaja y, tan pronto como pude, le regalé un par de pantalones. Bueno, tres, en verdad.
Después de eso, ya no hubo retorno. Fue como una droga extraña de la que solo yo sabía. Regalaba otras cosas también, vestidos, abrigos, zapatos, pero de alguna manera el impulso no era tan auténtico con otras prendas. Me preguntaba por qué sería así, y llegué a la conclusión de que era un gesto mayor porque las personas no tienen tanta cantidad de pantalones como de otras prendas. Así fue como, también, sentí el desafío de encontrar pantalones de buen calce, lo cual potenciaba la generosidad del obsequio y el sacrificio. Y también estaba la pura intimidad de poner en otro cuerpo una prenda que fue tan estrechamente propia, lo cual es como vestir a esa otra persona con tu piel.
Nunca regalé pantalones que no le calzaran bien a la destinataria. No me motivaba la mezquina vanidad de los talles competitivos. No, habiendo trabajado en la venta minorista durante algunos años, era adepta a ponderar la forma del cuerpo de una mujer y únicamente le ofrecía lo que sabía que no solo le quedaría bien, sino lo que la realzaría.
Les regalaba pantalones a todas las mujeres que atravesaban mi umbral. Elegía pantalones especialmente buenos cuando los veía en tiendas de descuentos, en caso de que algún día encontrara a la destinataria. Adoraba pensar en mis pantalones por toda la ciudad y por el país, como una flota de espías. Me preguntaba cuántas veces por semana sus dueñas pensaban en mí. Me consideraban muy generosa siempre regalando pantalones todo el tiempo.
¿Lamenté donar todos mis pantalones? Al igual que la mayoría de las grandes cosas en la vida, no fue sencillo. Es cierto que con frecuencia pensaba en mis pantalones verdes favoritos y, a veces, al igual que las cosas que ya no están, hubieran sido la respuesta a todos mis problemas. Pero me decía a mí misma que hacían un bien mayor en donde estaban ahora.
A mi novio no le gustaba. Le molestaba que donara la ropa que yo adoraba y usaba; para él, era compulsivo. El día que le regalé mi par de pantalones escoceses a una mujer que había conocido en el metro, tuvimos una gran discusión. Y poco tiempo después terminamos.
Luego de dejar la tienda y de conseguir un trabajo administrativo, era más difícil seguir regalando mis pantalones. En primer lugar, no tenía acceso a una gran cantidad de reemplazos. Además, en dos semanas, les había regalado un par a todas las mujeres con las que trabajaba.
Recuerdo el día en el que los pantalones perdieron su poder. La mujer en cuestión era una rival romántica, o al menos yo la consideraba así. Poco tiempo después de que llegó a mi apartamento, saqué un par de pantalones negros de sarga de seda, una compra importante cuando obtuve mi nuevo empleo de adulta. Pero en el momento en el que lo hice, mientras se los probaba y giraba, no sentí el entusiasmo de siempre. Para decirlo fácil, no me motivaba la generosidad, ni siquiera la generosidad enferma del control de los dioses griegos: No quería que llevara puestos esos pantalones frente al hombre que yo amaba.
Inmediatamente me arrepentí de regalarle estos pantalones negros, que habían sido muy costosos y que usaba con frecuencia. No solo calzaban sino que realzaban y, tal como le había dicho muchas veces a otras, habían sido hechos para mí. Poco tiempo después, arreglé un encuentro simplemente para pedirle que me los devolviera, cuando me enteré de que, a su vez, ella los había regalado. Mi flota de espías estaba, de hecho, conformada por mercenarias de los pantalones. ¿Los confines de mi control siempre habían sido tan limitados?
Un día, varios años después, me encontré en un bar en la misma cuadra en la que había estado mi, ahora cerrada, tienda. Y quien entró fue la misma Rowan vistiendo los mismos pantalones verdes con los que todo había empezado. No me gustó el estilo que les había dado. Les había hecho un dobladillo para poder usarlos con zapatillas; la proporción había quedado desequilibrada y la línea no realzaba. No obstante, sonreí y me acerqué hasta ella para decirle "lindos pantalones".
Me respondió “gracias”. Y luego, “¿nos conocemos?”.
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